Vivimos en un momento que nos exige mucho más que optimismo superficial o fórmulas de felicidad exprés. Este tiempo pide algo más arraigado y genuino: una esperanza radical, una esperanza que no se conforme con sueños de bienestar instantáneo, sino que apueste por un cambio profundo, una transformación que nace del coraje de decir «no» a lo que ya no sirve y «sí» a lo que, aunque aún no existe, puede ser. Esta esperanza no se limita a deseos, sino que es un acto de fe, de amor y de compasión que atraviesa y dignifica cada acción y cada decisión.
Aquí se encuentra la diferencia esencial entre el optimismo, o «esperanza en positivo», y esta esperanza radical que nos conecta con lo más profundo de nuestro ser. Mientras el optimismo tiende a simplificar la realidad, sustituyendo pensamientos negativos por positivos como si de un conjuro se tratase, la esperanza radical reconoce y abraza la complejidad de la existencia. No es un intento de escapar del sufrimiento o de evitar lo incómodo, sino una forma de habitar el dolor y la incertidumbre con entereza, con una disposición al cambio real. La esperanza radical no busca eliminar las sombras, sino que actúa a través de ellas, descubriendo una manera de relacionarnos con el tiempo y el mundo desde el corazón.
A diferencia del positivismo, que tiende a privatizar la felicidad y a encerrarla en la experiencia individual, esta esperanza es una fuerza que se nutre de la conexión y del compromiso con los demás. Está tejida de fe, de la certeza en lo invisible y en lo que aún no ha sido revelado; de amor, que es el impulso vital que nos lleva a cuidar y a construir; y de compasión, que nos recuerda que nuestro bienestar está intrínsecamente ligado al bienestar de los otros. No se trata de estar «en positivo» sin más, sino de abrirnos a la vulnerabilidad que nace de reconocer que compartimos una misma humanidad, y que en esa unión encontramos la fuerza para transformar y ser transformados.
Aquí es donde la diferencia entre esperar y devenir en el tiempo se vuelve crucial. En la espera, la esperanza se sitúa como algo externo, algo que llegará si somos lo suficientemente pacientes o «positivos». En la espera, solemos depositar nuestras expectativas en un ideal o una fantasía que se sitúa en el futuro y, al hacerlo, renunciamos al poder que tenemos en el presente. Por el contrario, en el devenir, el tiempo es una sustancia viva y moldeable; la esperanza radical no es una distancia que hay que recorrer, sino una transformación continua en el aquí y ahora. En el devenir, la fe no se proyecta a un futuro incierto, sino que se manifiesta en cada instante y se construye a través de nuestras acciones y decisiones en el presente.
La esperanza radical y el devenir están profundamente entrelazados. Devenir en el tiempo significa estar dispuestos a cambiar, a habitar las sombras y a transformarlas. La fe, el amor y la compasión no son un destino, sino un camino; son la energía que nos permite convertir el sufrimiento en crecimiento y el dolor en comprensión. En palabras de Viktor Frankl, no se trata de esperar que la vida sea mejor, sino de encontrar sentido en cada circunstancia, por extrema que sea. Este acto de devenir, de transformación, es una esperanza que se construye activamente y que reconoce la incertidumbre como un terreno fértil.
Mientras que el positivismo nos invita a rehuir la incomodidad y a rechazar lo que no se ajusta a la visión de un mundo ideal, la esperanza radical nos invita a abrirnos al dolor, a vivir la vida en su totalidad, con todo lo que ella implica. No es una evasión del sufrimiento, sino una afirmación de la vida, con sus luces y sus sombras. La esperanza radical exige coraje, porque supone aceptar que el cambio no depende de que las circunstancias externas sean perfectas, sino de nuestra capacidad de amar y de actuar en cada momento, incluso en medio de la adversidad.
Byung-Chul Han señala que, en una sociedad obsesionada con la positividad y la productividad, el verdadero acto de resistencia es aprender a habitar el tiempo sin buscar su control, sino permitiendo que se revele lo que tiene que ser, con fe en que cada paso contribuye a un sentido mayor. Esta esperanza radical, que surge de la fe, el amor y la compasión, no es un estado a alcanzar, sino una práctica constante, un compromiso con el devenir, con el flujo cambiante de la existencia. En este contexto, la fe no es una espera pasiva, sino una disposición activa a construir significado en cada instante y a encontrar en cada experiencia, por difícil que sea, una oportunidad para el amor y para el crecimiento.
La esperanza radical, entonces, no es una meta a la que aspiramos; es la calidad de cada momento vivido con fe y con compasión. No se trata de esperar un mañana ideal, sino de vivir este hoy con toda la profundidad y la integridad que nos permite abrirnos al cambio y al crecimiento. Porque en el devenir, en esta esperanza viva que se construye en cada acción y en cada decisión, encontramos el poder de crear una realidad que no solo imaginamos, sino que habitamos y transformamos desde el corazón.
Es tiempo de abrazar una esperanza que no se proyecta hacia un futuro distante, sino que se construye con cada instante presente. Una esperanza que no solo imagina un mundo mejor, sino que lo cultiva con fe, amor y compasión en cada paso del camino.
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